Cuentos

Cuentos Infantiles



La magia de los cuentos


“Los cuentos son un alto en el camino, una parada de descanso en el continuo de la vida. Cuando se narra un cuento el tiempo se detiene y por unos momentos narrador y oyentes se olvidan de sí mismos, de sus
preocupaciones y saltan sus coordenadas particulares para vivir una misma fantasía. Esos momentos de escucha muestran cómo podemos olvidarnos sin perdernos, cómo podemos ser uno con los otros.”
Estrella Ortiz


Para experimentar esa parada de descanso...Detente...Mira, observa y atrévete a leer..."Descubrirás mundos hermosos"



Murcia, 27 y 28 marzo de 2010
“Los cuentos son un alto en el camino, una parada de descanso en el continuo de la vida. Cuando se narra un cuento el tiempo se detiene y por unos momentos narrador y oyentes se olvidan de sí mismos, de sus
preocupaciones y saltan sus coordenadas particulares para vivir una misma fantasía. Esos momentos de escucha muestran cómo podemos olvidarnos sin perdernos, cómo podemos ser uno con los otros.”




















Cuentos Infantiles Blancanieves
Blancanieves, Jakob y Wilhelm Grimm

Había una vez, una niña muy guapa y muy buena que se llamaba Blancanieves. Cuando era pequeña, su madre murió y su padre volvió a casarse de nuevo. La nueva madre de Blancanieves era muy malvada y tenía mucha envidia de Blancanieves porque ésta era muy guapa. La madrastra de Blancanieves tenía un espejo mágico al que todos los días preguntaba: "Espejo, espejito, ¿quién es la más guapa?". Y el espejo respondía: "Tú, mi ama".

Pero un día al preguntarle la madrastra al espejo quien era la más guapa, contestó: "Lo siento mi ama, tú eres guapa, pero hoy está más guapa Blancanieves." Entonces la madrastra enfurecida llamó a sus sirvientes y les dijo: "El espejo mágico me ha dicho que Blancanieves es más guapa que yo. Así que cogerla y llevarosla al bosque y allí matarla y como prueba de que ha muerto quiero que me traigáis su corazón en una caja."

Todos los sirvientes llamaron a Blancanieves y le dijeron que iban a dar un paseo por el bosque. Mientras tanto, los sirvientes comentaban entre ellos que Blancanieves era una niña buena y no se merecía morir.

Cuando llegaron al centro del bosque le contaron a Blancanieves las intenciones de su malvada madrastra pero que no la matarían. Dejaron allí a Blancanieves y mataron a un jabalí para llevarle su corazón a la madrastra como si se tratara del de Blancanieves.

Mientras tanto, Blancanieves encontró una casita muy pequeñita y entró. Había una mesita muy chiquitita con 7 silllitas, también había 7 camitas. Como tenía hambre, se sentó en la mesita y se comió todo lo que había en los 7 platitos , y después se acostó en las 7 camitas. Pero esa casita tenía dueños, eran 7 enanitos que cuando llegaron a casa después de trabajar se encontraron a Blancanieves durmiendo plácidamente en sus camitas. Uno de ellos exclamó: "Miradla, es muy hermosa". Y otro respondió: "Sí que lo es. Podíamos pedirle que se quede a vivir con nosotros". Y así lo hicieron los 7 enanitos le pidieron a Blancanieves que se quedara a vivir con ellos, y ella accedió después de contarles su triste historia.

La malvada madrastra seguía preguntando a su espejo quién era la más guapa del lugar y éste respondía que ella. Pero un día cuando le preguntó quién era la más guapa, el espejo contestó: "Es Blancanieves". Y la madrastra dijo: "No puede ser; está muerta". A lo que contestó el espejo: "No, no está muerta, Vive en el bosque en la casa de los enanitos." La malvada madrastra entonces se disfrazó de vieja y fue a ver a Blancanieves. Llevaba una cesta con manzanas envenenadas para Blancanieves. Cuando llegó a la casa de los enanitos, llamó a la puerta. "¿Quién es?", dijo Blancanieves. "Soy una pobre vieja y vengo a traerte una manzanas".

Blancanieves abrió la puerta y no pudo resistirse a las manzanas que brillaban como el sol. Al coger una y morderla cayó muerta al suelo. La malvada madrastra se marchó riéndose y contenta porque ahora sí sería ella la mas guapa del lugar.

Cuando llegaron los enanitos encontraron en el suelo a Blancanieves y todos muy tristes se pusieron a llorar. Todos los enanitos construyeron una caja de cristal y en ella metieron a Blancanieves y la llevaron al bosque. Estando allí en el bosque pasó un príncipe que quedó asombrado por la belleza de Blancanieves y la tristeza de los enanitos. Entonces decidió abrir la caja y besó a Blancanieves que sorprendentemente despertó. Todos los enanitos saltaban de alegría al ver a Blancanieves viva. El príncipe se casó con ella, y el príncipe, Blancanieves y los enanitos vivieron juntos en palacio.

Charles Perrault

Cuentos Infantiles Aladino y la lámpara maravillosa
Cuento Infantil Aladino y la lámpara maravillosa

Érase una vez una viuda que vivía con su hijo, Aladino. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño favor y como eran muy pobres aceptó.

-¿Qué tengo que hacer? -preguntó.

-Sígueme - respondió el misterioso extranjero.

El extranjero y Aladino se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde este ultimo iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladino nunca antes había visto.

- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven- ¿Siempre ha estado ahí?

El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:

-Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lampara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.

-De acuerdo- dijo Aladino-, iré a buscarla.

-Algo más- agrego el extranjero-.No toques nada más, ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lampara de aceite.

El tono de voz con que el extranjero le dijo esto ultimo, alarmó a Aladino. Por un momento pensó huir, pero cambió de idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podría comprar con ella.

-No se preocupe, le traeré su lampara, - dijo Aladino mientras se deslizaba por la estrecha abertura.

Una vez en el interior, Aladino vio una vieja lampara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cual no seria su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas.

"Si el extranjero solo quiere su vieja lampara -pensó Aladino-, o esta loco o es un brujo. Mmm, ¡tengo la impresión de que no esta loco! ¡Entonces es un ... !"

-¡La lampara! ¡Tráemela inmediatamente!- grito el brujo impaciente.

-De acuerdo pero primero déjeme salir -repuso Aladino mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.

-¡No! ¡Primero dame la lampara! -exigió el brujo cerrándole el paso

-¡No! Grito Aladino.

-¡Peor para ti! Exclamo el brujo empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo el cual rodó hasta los pies de Aladino.

En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacia rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.

Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.

De repente, la cueva se lleno de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.

-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas mi señor? Aladino aturdido ante la aparición, solo acertó a balbucear:

-Quiero regresar a casa.

Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lampara de aceite entre las manos.

Emocionado el joven narro a su madre lo sucedido y le entregó la lampara.

-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.

La esta frotando, cuando de improviso otro genio aun más grande que el primero apareció.

-Soy el genio de la lampara. ¿Que deseas? La madre de Aladino contemplando aquella extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.

Aladino sonriendo murmuró:

-¿Porqué no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?

Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos manjares.
Aladino y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los días durante muchos años. Aladino creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades. Un día cuando Aladino se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:

-¡Madre, este es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.

-Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.

Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas. Aunque muy impresionado por el presente el Sultán preguntó:

-¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a Aladino que, para demostrar su riqueza debe enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.

La madre desconsolada, regreso a casa con el mensaje. -¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige el Sultán? -preguntó a su hijo.

Tal vez el genio de la lampara pueda ayudarnos -contestó Aladino. Como de costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las ordenes de Aladino. Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladino, cuarenta Jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo

-¡Al palacio del Sultán!- ordenó Aladino.

El Sultán muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de su hija. Poco tiempo después, Aladino y Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado de el del Sultán (con la ayuda del genio claro esta). El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su esposo que era atento y generoso. Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo regreso a la ciudad disfrazado de mercader.

-¡Cambio lamparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lamparas viejas.

-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también entregándole la lampara del genio.

Aladino nunca había confiado a Halima el secreto de la lampara y ahora era demasiado tarde.

El brujo froto la lampara y dio una orden al genio. En una fracción de segundos, Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.

-¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre Halima , viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.

Cuando Aladino regreso, vio que su palacio y todo lo que amaba habían desaparecido. Entonces acordándose del anillo le dio tres vueltas.

-Gran genio del anillo, ¿dime que sucedió con mi esposa y mi palacio? -preguntó.

-El brujo que te empujo al interior de la cueva hace algunos años regresó mi amo, y se llevó con él, tu palacio y esposa y la lampara -respondió el genio.

Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladino.

-Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran.

Poco después, Aladino se encontraba entre los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a Halima. Al verla la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.

-¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar -susurró Aladino. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de envenenar al brujo. El genio del anillo les proporciono el veneno.

Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió el veneno en una copa de vino que le ofreció al brujo. Sin quitarle los ojos de encima, espero a que se tomara hasta la ultima gota. Casi inmediatamente este se desplomo inerte.

Aladino entró presuroso a la habitación, tomó la lampara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la froto con fuerza.

-¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo-.

¿Podemos regresar ahora?

-¡Al instante!- respondió Aladino y el palacio se elevo por el aire y floto suavemente hasta el reino del Sultán.

El Sultán y la madre de Aladino estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la joven pareja.

Aladino y Halima vivieron felices y sus sonrisas aun se pueden ver cada vez que alguien brilla una vieja lampara de aceite.

Cuentos La vendedora de fósforos
La vendedora de fósforos,  Hans Christian Andersen

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.

Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.

-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.

-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. 

Cuentos Infantiles Las Hadas
Las Hadas, Jakob y Wilhelm Grimm

Érase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar.

Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena.

Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le diese de beber.

-Como no, mi buena señora -dijo la hermosa niña.

Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más cómodamente. La buena mujer, después de beber, le dijo:

-Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de hacerte un don -pues era un hada que había tomado la forma de una pobre aldeana para ver hasta dónde llegaría la gentileza de la joven-. Te concedo el don -prosiguió el hada- de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una flor o una piedra preciosa.

Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar tan tarde de la fuente.

-Perdón, madre mía -dijo la pobre muchacha- por haberme demorado-; y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes.

-¡Qué estoy viendo! -dijo su madre, llena de asombro-; ¡parece que de la boca te salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?

Era la primera vez que le decía hija.

La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin botar una infinidad de diamantes.

-Verdaderamente -dijo la madre- tengo que mandar a mi hija; mira, Fanchon, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla; ¿no te gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayas a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, ofrecerle muy gentilmente.

-¡No faltaba más! -respondió groseramente la joven- ¡ir a la fuente!

-Deseo que vayas -repuso la madre- ¡y de inmediato!

Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta niña.

-¿Habré venido acaso -le dijo esta grosera mal criada- para darte de beber? ¡Justamente he traído un jarro de plata nada más que para dar de beber a su señoría! De acuerdo, bebe directamente, si quieres.

-No eres nada amable -repuso el hada, sin irritarse-; ¡está bien! ya que eres tan poco atenta, te otorgo el don de que a cada palabra que pronuncies, te salga de la boca una serpiente o un sapo.

La madre no hizo más que divisarla y le gritó:

-¡Y bien, hija mía?

-¡Y bien, madre mía! -respondió la malvada, echando dos víboras y dos sapos.

-¡Cielos! -exclamó la madre- ¿qué estoy viendo? ¡Tu hermana tiene la culpa, me las pagará! -y corrió a pegarle.

La pobre niña arrancó y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.

-¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa.

El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó toda su aventura.

El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él al palacio de su padre, donde se casaron.

En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin que nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque


Charles Perrault
Por entre unas matas,
seguido de perros,
—no diré corría—,
volaba un conejo.

De su madriguera
salió un compañero
y le dijo: «Tente,
amigo, ¿qué es esto?»

«¿Qué ha de ser? —responde—;
sin aliento llego...
Dos pícaros galgos
me vienen siguiendo».

«Sí —replica el otro—,
por allí los veo...;
pero no son galgos».
«¿Pues qué son?» «Podencos».

«¿Qué? ¿Podencos dices?
Sí, como mi abuelo.
Galgos y muy galgos;
bien visto lo tengo».

«Son podencos, vaya,
que no entiendes de eso».
«Son galgos, te digo».
«Digo que podencos».

En esta disputa
llegando los perros,
pillan descuidados
a mis dos conejos.

Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.

No debemos detenernos en cuestiones frívolas, olvidando el asunto principal




Cuentos Infantiles El patito feo
El patito feo, Hans Christian Andersen

En una hermosa mañana primaveral, una hermosa y fuerte pata empollaba sus huevos y mientras lo hacía, pensaba en los hijitos fuertes y preciosos que pronto iba a tener. De pronto, empezaron a abrirse los cascarones. A cada cabeza que asomaba, el corazón le latía con fuerza. Los patitos empezaron a esponjarse mientras piaban a coro. La madre los miraba eran todos tan hermosos, únicamente habrá uno, el último, que resultaba algo raro, como más gordo y feo que los demás. Poco a poco, los patos fueron creciendo y aprendiendo a buscar entre las hierbas los más gordos gusanos, y a nadar y bucear en el agua. Cada día se les veía más bonitos. Únicamente aquel que nació el último iba cada día más largo de cuello y más gordo de cuerpo.... La madre pata estaba preocupada y triste ya que todo el mundo que pasaba por el lado del pato lo miraba con rareza. Poco a poco el vecindario lo empezó a llamar el "patito feo" y hasta sus mismos hermanos lo despreciaban porque lo veían diferente a ellos. 


El patito se sentía muy desgraciado y muy sólo y decidió irse de allí. Cuando todos fueron a dormir, él se escondió entre unos juncos, y así emprendió un largo camino hasta que, de pronto, vio un molino y una hermosa joven echando trigo a las gallinas. Él se acercó con recelo y al ver que todos callaban decidió quedarse allí a vivir. Pero al poco tiempo todos empezaron a llamarle "patito feo", "pato gordo"..., e incluso el gallo lo maltrataba. Una noche escuchó a los dueños del molino decir: "Ese pato está demasiado gordo; lo vamos a tener que asar". El pato enmudeció de miedo y decidió que esa noche huiría de allí. Durante todo el invierno estuvo deambulando de un sitio para otro sin encontrar donde vivir, ni con quién. Cuando llegó por fin la primavera, el pato salió de su cobijo para pasear. De pronto, vio a unos hermosos cisnes blancos, de cuello largo, y el patito decidió acercarse a ellos. Los cisnes al verlo se alegraron y el pato se quedó un poco asombrado, ya que nadie nunca se había alegrado de verlo. Todos los cisnes lo rodearon y lo aceptaron desde un primer momento. Él no sabía que le estaba pasando: de pronto, miró al agua del lago y fue así como al ver su sombra descubrió que era un precioso cisne más. Desde entonces vivió feliz y muy querido con su nueva familia. 


Hans Christian Andersen

Cuentos Infantiles El león y el ratón. Félix Samaniego
El león y el ratón. Félix Samaniego

Estaba un ratoncillo aprisionado
en las garras de un León; el desdichado
en tal ratonera no fue preso
por ladrón de tocino ni de queso,
sino por que con otros molestaba
al León, que en su retiro descansaba.


Pide perdón, llorando su insolencia.
Al oír implorar la real clemencia,
responde el rey en majestuoso tono
(No dijera más Tito): -Te perdono!
Poco después, cazando el León, tropieza
en una red oculta en la maleza.


Quiere salir; más queda prisionero.
Atronando la selva, ruge fiero.
El libre ratoncillo, que lo siente,
corriendo llega, roe diligente
los nudos de la red, de tal manera
que al fin rompió los grillos de la fiera.


Conviene al poderoso
para los infelices ser piadoso.
Tal vez se puede ver necesitado
del auxilio de aquel más desdichado.
Félix Samaniego


Cuentos Infantiles El gato con botas
El gato con botas, Jakob y Wilhelm Grimm

Un molinero dejó como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.


El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro, y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:


—Mis hermanos, decía, podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre.


El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado:


—No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.


Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.


Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.


Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo:


—He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.


—Dile a tu amo, respondió el rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.


En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber.


El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al rey productos de caza de su amo. Un día supo que el rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:


—Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.


El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se estaba bañando, el rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:


—¡Socorro, socorro! ¡El señor marqués de Carabás se está ahogando!


Al oír el grito, el rey asomó la cabeza por la portezuela y reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme piedra.


El rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el señor marqués de Carabás. El rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.


El rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:


—Buenos segadores, si no decís al rey que el prado que estáis segando es del marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.


Por cierto que el rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando.


—Es del señor marqués de Carabás, dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado.


—Tenéis aquí una hermosa heredad, dijo el rey al marqués de Carabás.


—Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año.


El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo:


—Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al marqués de Carabás, os haré picadillo como carné de budín.


El rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía.


—Son del señor marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el rey nuevamente se alegró con el marqués.


El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor marqués de Carabás.


El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo.


El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era éste ogro y de lo que sabia hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar.


—Me han asegurado, dijo el gato, que vos tenias el don de convertiros en cualquier clase de animal, que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.


—Es cierto, respondió el ogro con brusquedad, y para demostrarlo, veréis cómo me convierto en león.


El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas.


Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.


—Además me han asegurado, dijo el gato, pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece imposible.


—¿Imposible?, repuso el ogro, ya veréis; y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso a correr por el piso.


Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.


Entretanto, el rey que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo al rey:


—Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor marqués de Carabás.


—¡Cómo, señor marqués, exclamó el rey, este castillo también os pertenece! Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor.


El marqués ofreció la mano a la joven princesa y, siguiendo al rey que iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el rey estaba allí.


El rey, encantado con las buenas cualidades del señor marqués de Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor, viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:


—Sólo dependerá de vos, señor marqués, que seáis mi yerno.


El marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el rey; y ese mismo día se casó con la princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.


Charles Perrault 
Cuentos Infantiles Caperucita roja
Caperucita roja, Jakob y Wilhelm Grimm

Érase una vez una pequeña y dulce coquetuela, a la que todo el mundo quería, con sólo verla una vez; pero quien más la quería era su abuela, que ya no sabía ni qué regalarle. En cierta ocasión le regaló una caperuza de terciopelo rojo, y como le sentaba tan bien y la niña no quería ponerse otra cosa, todos la llamaron de ahí en adelante Caperucita Roja.

Un buen día la madre le dijo :

- Mira Caperucita Roja, aquí tienes un trozo de torta y una botella de vino para llevar a la abuela, pues está enferma y débil, y esto la reanimará. Arréglate antes de que empiece el calor, y cuando te marches, anda con cuidado y no te apartes del camino: no vaya a ser que te caigas, se rompa la botella y la abuela se quede sin nada. Y cuando llegues a su casa, no te olvides de darle los buenos días, y no te pongas a hurguetear por cada rincón.

- Lo haré todo muy bien, seguro - asintió Caperucita Roja, besando a su madre.

La abuela vivía lejos, en el bosque, a media hora de la aldea. Cuando Caperucita Roja llegó al bosque, salió a su encuentro el lobo, pero la niña no sabía qué clase de fiera maligna era y no se asustó.

- ¡Buenos días, Caperucita Roja! - la saludó el lobo.

- ¡Buenos días, lobo!

- ¿A dónde vas tan temprano, Caperucita Roja? -dijo el lobo.

- A ver a la abuela.

- ¿Qué llevas en tu canastillo?

- Torta y vino; ayer estuvimos haciendo pasteles en el horno; la abuela está enferma y débil y necesita algo bueno para fortalecerse.

- Dime, Caperucita Roja, ¿dónde vive tu abuela?

- Hay que caminar todavía un buen cuarto de hora por el bosque; su casa se encuentra bajo las tres grandes encinas; están también los avellanos; pero eso, ya lo sabrás -dijo Caperucita Roja.

El lobo pensó: "Esta joven y delicada cosita será un suculento bocado, y mucho más apetitoso que la vieja. Has de comportarte con astucia si quieres atrapar y tragar a las dos". Entonces acompañó un rato a la niña y luego le dijo :

- Caperucita Roja, mira esas hermosas flores que te rodean; sí, pues, ¿por qué no miras a tu alrededor?; me parece que no estás escuchando el melodioso canto de los pajarillos, ¿no es verdad? Andas ensimismada como si fueras a la escuela, ¡y es tan divertido corretear por el bosque!

Caperucita Roja abrió mucho los ojos, y al ver cómo los rayos del sol danzaban, por aquí y por allá, a través de los árboles, y cuántas preciosas flores había, pensó: "Si llevo a la abuela un ramo de flores frescas se alegrará; y como es tan temprano llegaré a tiempo". Y apartándose del camino se adentró en el bosque en busca de flores. Y en cuanto había cortado una, pensaba que más allá habría otra más bonita y, buscándola, se internaba cada vez más en el bosque. Pero el lobo se marchó directamente a casa de la abuela y golpeó a la puerta.

- ¿Quién es?

- Soy Caperucita Roja, que te trae torta y vino; ábreme.

- No tienes más que girar el picaporte - gritó la abuela-; yo estoy muy débil y no puedo levantarme.

El lobo giró el picaporte, la puerta se abrió de par en par, y sin pronunciar una sola palabra, fue derecho a la cama donde yacía la abuela y se la tragó. Entonces, se puso las ropas de la abuela, se colocó la gorra de dormir de la abuela, cerró las cortinas, y se metió en la cama de la abuela.

Caperucita Roja se había dedicado entretanto a buscar flores, y cogió tantas que ya no podía llevar ni una más; entonces se acordó de nuevo de la abuela y se encaminó a su casa. Se asombró al encontrar la puerta abierta y, al entrar en el cuarto, todo le pareció tan extraño que pensó: ¡Oh, Dios mío, qué miedo siento hoy y cuánto me alegraba siempre que veía a la abuela!". Y dijo :

- Buenos días, abuela.

Pero no obtuvo respuesta. Entonces se acercó a la cama, y volvió a abrir las cortinas; allí yacía la abuela, con la gorra de dormir bien calada en la cabeza, y un aspecto extraño.

- Oh, abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!

- Para así, poder oírte mejor.

- Oh, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!

- Para así, poder verte mejor.

- Oh, abuela, ¡qué manos tan grandes tienes!

- Para así, poder cogerte mejor.

- Oh, abuela, ¡qué boca tan grandes y tan horrible tienes!

- Para comerte mejor.

No había terminado de decir esto el lobo, cuando saltó fuera de la cama y devoró a la pobre Caperucita Roja.

Cuando el lobo hubo saciado su voraz apetito, se metió de nuevo en la cama y comenzó a dar sonoros ronquidos. Acertó a pasar el cazador por delante de la casa, y pensó: "¡Cómo ronca la anciana!; debo entrar a mirar, no vaya a ser que le pase algo". Entonces, entró a la alcoba, y al acercarse a la cama, vio tumbado en ella al lobo.

- Mira dónde vengo a encontrarte, viejo pecador! – dijo -; hace tiempo que te busco.

Entonces le apuntó con su escopeta, pero de pronto se le ocurrió que el lobo podía haberse comido a la anciana y que tal vez podría salvarla todavía. Así es que no disparó sino que cogió unas tijeras y comenzó a abrir la barriga del lobo. Al dar un par de cortes, vio relucir la roja caperuza; dio otros cortes más y saltó la niña diciendo :

- ¡Ay, qué susto he pasado, qué oscuro estaba en el vientre del lobo!

Y después salió la vieja abuela, también viva aunque casi sin respiración. Caperucita Roja trajo inmediatamente grandes piedras y llenó la barriga del lobo con ellas. Y cuando el lobo despertó, quiso dar un salto y salir corriendo, pero el peso de las piedras le hizo caer, se estrelló contra el suelo y se mató.
Los tres estaban contentos. El cazador le arrancó la piel al lobo y se la llevó a casa. La abuela se comió la torta y se bebió el vino que Caperucita Roja había traído y Caperucita Roja pensó: "Nunca más me apartaré del camino y adentraré en el bosque cuando mi madre me lo haya pedido."

Jakob y Wilhelm Grimm
entos Infantiles El intrépido soldadito de plomo
El intrépido soldadito de plomo, Hans Christian Andersen

Éranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí.

En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él.

- He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones.

Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse.

Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a "visitas", a "guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.

El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.

- Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así!

Pero el soldado se hizo el sordo.

- ¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende.

Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abrióse ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.

La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado:

-¡Estoy aquí -, indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.

He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros.

- ¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.

De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja.

- ¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!.

De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente.

- ¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte!

Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil.

La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:

- ¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte!

La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el caer por una alta catarata.

Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Parecióle que le decían al oído:

- ¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!.

Desgarróse entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez.

¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo era, sin soltar el fusil.

El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz. Hízose una gran claridad, y alguien exclamó:

-¡El soldado de plomo!- El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Pusiéronlo de pie sobre la mesa y - ¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo! - encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra.

En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera.

El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo. Miró de nuevo a la muchacha, encontráronse las miradas de los dos, y él sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo en forma de corazón; de la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.

Hans Christian Andersen
Cuentos Infantiles Los dos conejos. Tomás Iriarte
Los dos conejos. Tomás Iriarte

Por entre unas matas,
seguido de perros,
—no diré corría—,
volaba un conejo.

De su madriguera
salió un compañero
y le dijo: «Tente,
amigo, ¿qué es esto?»

«¿Qué ha de ser? —responde—;
sin aliento llego...
Dos pícaros galgos
me vienen siguiendo».

«Sí —replica el otro—,
por allí los veo...;
pero no son galgos».
«¿Pues qué son?» «Podencos».

«¿Qué? ¿Podencos dices?
Sí, como mi abuelo.
Galgos y muy galgos;
bien visto lo tengo».

«Son podencos, vaya,
que no entiendes de eso».
«Son galgos, te digo».
«Digo que podencos».

En esta disputa
llegando los perros,
pillan descuidados
a mis dos conejos.

Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.

No debemos detenernos en cuestiones frívolas, olvidando el asunto principal


Tomás Iriarte